Hace mucho, muchísimo tiempo, en los días en que el mundo era joven aún, la laguna que existía junto al bosque estaba llena de centenares de ranitas de piel goteada. Corno se habían cansado de su vida en la plácida laguna y ansiaban nuevas diversiones, se reunieron en consejo. Y, ruidosamente, pidieron a Júpiter que ¡es enviara un rey.
Como Júpiter sabía que eran unos animales estúpidos, sonrió al oir su petición y arrojó un leño a las plácidas aguas.
—He ahí vuestro rey -—dijo,
El chapoteo hizo huir con terror, hacia las riberas, a centenares de animalejos verdes. Durante un día y una noche se ocultaron bajo las grandes hojas de la plantas acuáticas que flotaban en la superficie de la laguna y no quisieran acercarse ni a diez saltos de su flamante monarca. Por fin, la más audaz atisbo desde su escondite. Luego, se acercó cautelosamente y observó al rey. Las demás se aventuraron, también, a salir y nadaron con precaución alrededor del leño flotante.
—Es un rey ridículo —dijo desdeñosamente una de las ranas.
Y cuando todas vieron que el leño nada hacía ni para ayudarlas ni para causarles dificultadas, empezaron a clamar de nuevo, de manera salvaje, para que les dieran otro rey.
Esta vez a Júpiter se le había acabado la paciencia.
—¿Queréis un rey con más vida? —preguntó, severo—. ¡Ahí lo tenéis!
Y al cabo de un instante, llegó una enorme cigüeña, con una reluciente coronna de oro, y comenzó a devorarlas.
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